Hacerse adulto puede ser considerado como una bendición en muchos sentidos. Acabas tu formación, saltas al mercado laboral, encuentras tu primer trabajo, recibes un salario y empiezan las expectativas de labrarte un futuro como un ser humano funcional. Sin embargo, durante ese proceso se generan toneladas de estrés, rutinas y ahogos en momentos breves de felicidad. Los videojuegos existen para distanciarnos un poco de nuestra realidad cotidiana, y a veces, como es el caso que os presento con este análisis de OlliOlli World, de conectar con nuestro pasado.
A nadie le coge por sorpresa que en pleno 2022 disfrutar de los videojuegos sea una costumbre inherente para la mayoría de los seres humanos. Sin embargo, no puedo dejar de contemplar con cierta tristeza como el medio se ha ido distanciando más de su concepto de pasatiempo para ser productos que ofrecen servicios a cambio de seguir lanzándoles monedas. Solo que ahora, en vez de vidas, nos dan «skins» coloridas para hacer el tonto.
Siempre es una alegría recibir un juego que intenta contar algo y, sobre todo, lo hace usando las ventajas que ofrece el ser un videojuego. OlliOlli nació siendo una saga puramente arcade con cierta pretensión a la libertad y a la adoración de lo urbano casi como un mantra. Pero OlliOlli World hace un uso majestuoso de 3 elementos para iniciar su discurso: el color, la música y los diseños. ¿Y qué es lo que nos intenta decir? Una sola palabra: relax.
OlliOlli World es, dicho de forma intencionalmente vulgar, como la sensación que uno tiene tras fumarse un buen porrardo. Todo te resbala, la felicidad te invade, el buen rollete que se traen tus amigos es como una pila de energía infinita… Solo que no dura un rato y después viene el bajón. En OlliOlli es una sensación permanente que te acompaña desde el segundo uno hasta que completas todos los mapas y te cubren de elogios los dioses del skate.
Aquí se viene a lo que se viene: patinar hasta que te mates. Todo en OlliOlli te da entender que no existe nada más allá de la felicidad que produce patinar, competir contra tus congéneres y respetar el mundo, concebido justamente para esto. El sueño de la chavalada no es otro que el de superar las puntuaciones marcadas por el panteón de los 5 dioses del skate y así trascender al paraíso.
Pero todo de «chill». No existen los malos rollos, la toxicidad o la competitividad dura, esto es como una peregrinación puesta de endorfinas donde los colores pastel, la música de sintetizador playera e incluso hasta los diálogos, los cuales rezuman una traducción adaptada de aúpa, nos transportan al nirvana para que consigamos puntos, o nos estrellemos, mientras la sonrisa sigue permanente en nuestra cara.
Puede que las sensaciones que me producen sea por lo que me recuerda a breves ratos de mi adolescencia, donde, a pesar de no que era muy ducho en el arte de la tabla, amaba esos momentos por lo que suponían estar con mi par de colegas hablando de la vida sin preocuparnos de nada más que del ahora.
OlliOlli World supone el equilibrio perfecto entre jugar desinteresadamente y el convertirte en una bestia parda de la tabla. Y cómo me encanta. El juego nos pone al frente de pistas que son fácilmente asequibles para cualquiera. Basta con abrazar cada tutorial que el juego nos dispensa en ciertas partes de los mapas y echarse hacia adelante. Además, la distribución de los checkpoints, o lo amable que es cuando nos pegamos el hostión al teletransportarnos en segundos, hace que repetir pistas no sea un incordio.
La semilla de mejorar compitiendo contra nosotros mismos se planta y crece sin contratiempos. Cada mapa está tan calculado que, aunque podemos superarlos sin muchos alardes, estrujarlos para sacar las mejores puntuaciones, desbloquear sus secretos y conseguir los premios, que nuestra pandilla nos ofrece por superar diversos hitos, va hacernos sudar tinta china. Llegados a este punto, si queremos sacarnos el 100% de OlliOlli World, necesitamos de mucho temple, concentración y tiempo.
Repetir niveles es la clave de volverse un auténtico maestro del skate. Como así lo es mimetizarse con el mando y adecuarse a su curioso sistema de control que se apoya en el uso de los sticks para ejecutar los saltos, combos y demás cabriolas. Es raro, sobre todo al principio, pero una vez lo dominas, es una gozada ver las monstruosidades que podemos llegar a ejecutar.
Quiero resaltar el papel que juega en esto el Dual Sense. Las vibraciones del mando simulan la superficie por la cual nos estamos deslizando y los gatillos ofrecerán resistencia según el tipo de movimiento que ejecutemos. Los efectos de las rozaduras y golpes también los escucharemos por el mando. Todo en su conjunto hace la experiencia aún más inmersiva e idílica, si es que eso es posible.
El juego quiere absorbernos y contagiarnos de su buenrollismo a todos los niveles. Y qué mejor forma de hacerlo que permitiéndonos crear nuestro avatar de la manera más «hippy» posible. Aunque es algo parco en opciones al inicio, una de las bases de la experiencia consiste en ir desbloqueando más cosas, y cada una más estrambótica que la anterior.
Aunque el diseño de los personajes puede parecer simplón, a la hora de crearnos el «moñeco» veremos que la profundidad es bastante excelsa. Desde la cara, color de piel, tatuajes, ropa interior… Hasta las poses, estilo de combear con la tabla y las piezas de nuestro skate.
Claro está, las partes de personalización más perronas se desbloquean superando rankings o completando tareas secundarias de los niveles bastante complicadas. Solo los más pacientes y con ganas serán capaces de hacerse con ellas.
Mirad, esa dualidad que enfrenta OlliOlli World entre la despreocupación de la vida y el ánimo a mejorar como skater me ha enseñado una valiosa lección: la mejor competición que existe es contra nosotros mismos. Las buenas vibras que emite todo su envoltorio audiovisual permea en unas mecánicas que nuestro cerebro percibirá como extranjeras — si nunca hemos tocado la franquicia — pero que al cabo de un par de horas anidarán en él siendo una extensión muscular más de nuestro cuerpo.
OlliOlli World es mejorar mediante la repetición. Como a cada giro aéreo, como ese segundo a mayores que agarramos la tabla en el aire o como ese «perfecto» que sale en pantalla cuando aterrizamos como dios manda, supone una inyección de endorfinas que te hace querer tirar el mando y gritar de poder.
Toda una oda a la cultura sub-urban que celebro que exista y que haya podido salir adelante. Gracias Roll7.
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