Sentarse (o tumbarse) a ver la nueva versión de Netflix de Una Serie de Catastróficas Desdichas puede ser contraproducente. Nos lo advierten desde bien pronto porque, en efecto, la nueva adaptación de las novelas de Lemony Snicket (pseudónimo de Daniel Handler), no es en absoluto para todos los públicos. Y en este caso no significa un tema de edades, sino que viene a ser lo que en su sentido más literal explican las palabras.
Comencemos por el principio. Somos unos espectadores que encienden su pantalla para ver una serie que, en principio parece ser de humor, y que tiene un estilo artístico bastante peculiar. Sin embargo y tras ver el primero de los episodios ya nos damos cuenta de que esto no es exactamente así.
Sí, de acuerdo, Una Serie de Catastróficas Desdichas podría clasificarse dentro de la categoría «humor», pero habría que ponerlo entre muchas comillas. Y aquí quiero decir que posiblemente no todo el mundo encuentre esta serie como divertida.
Hay muchos tipos de humor, como el humor sencillo, el inteligente, el negro o el escatológico, entre otros. Pero intentando hacer un repaso mental por la desgracias que he visto en la serie de Netflix, he de decir que ahora mismo me cuesta clasificarlo dentro de alguno de los más «normales».
Pocos minutos de episodio tenemos que ver para darnos cuenta de que Una Serie de Catastróficas Desdichas es una historia llena de elementos absurdos e ilógicos que rozan la locura. Usa estos factores para mezclar todo lo que en un principio parece completamente imposible e inconexo y, sobre todo, para convertir en algo normal lo que, por supuesto, no lo es.
Así conocemos a personajes, cuanto menos, peculiares. Un banquero que roza el cerebro mononeuronal, un conde que posiblemente tenga menos luces que una ciudad alimentada eléctricamente por patatas, una panda de «actores» que podrían pasar perfectamente como niños jugando en un parque de arena o unos adultos que no dejan de representar los problemas de la sociedad en su máximo extremo. Tanto los buenos como los malos.
Entre todos estos resultados de una mente enferma que son los personajes secundarios (y algún protagonista), se erigen los tres niños que encarnan la lógica que todos creemos que debe de existir en el mundo: los niños Baudelaire. Violet, Klaus y hasta el propio bebé, Sunny, son los únicos que parecen tener un poco de sentido común en este universo tan loco que, por cierto, también es una parte fundamental en el desarrollo de la historia.
El resultado final que es esta macedonia de elementos es algo muy característico y con una forma de contar la cosas que pocas veces se ve. Si no te engancha desde el principio es muy probable que no lo haga ni en el final de la misma forma que si no te ríes con las sutilezas y los detalles más pequeños, posiblemente encuentres los capítulos más que aburridos y sin sentido.
Porque Una Serie de Catastróficas Desdichas cuenta las cosas de dos formas. La primera, la más evidente, es la mas abrupta que te puedas echar a la cara. Pero hay otra más sutil, más elegante y que pasa más desapercibida, que encontrarás en el tono de las palabras, en el uso concreto de ellas y, sobre todo, a la hora de extrapolar estas historias a la vida real, la de cada día.
Pero si no te gusta esta serie, te aseguro que no es por parte de sus actores. Cada uno cumple su papel de una forma genial. Neil Patrick Harris se convierte en un Conde Olaf al que querremos ver más cuanto más tiempo pasemos delante de la pantalla, y los tres pequeños (Malina Weissman y Louis Hynes, sobre todo), consiguen transmitir esa sensación de agobio, miedo y esperanza a la vez.
Si a esto le metemos un plantel de secundarios que llegan cada dos nuevos capítulos como Joan Cusack, Catherine O’Hara, Don Johnson o Alfre Woodard (sin olvidarnos de Will Arnett y Cobie Smulders), queda poco por argumentar en cuanto a esto.
Tampoco dejará de gustarte la serie por su acabado artístico, sobre todo si te gusta Tim Burton y sus excentricidades. El contraste entre el mundo monocromo y los colores exuberantes juega un papel más que importante a la hora de trasmitir sensaciones en la trama.
Ningún color está puesto casualmente y ninguna escena tiene más o menos elementos de los que debería tener. En ese sentido he de decir que la serie es capaz de hacer que nos centremos en las cosas más obvias pero también que descubramos, sin saberlo, partes importantes de la trama.
La historia en sí tampoco es que sea de las que te echen para atrás. Hay misterios, puzles, enigmas y, sobre todo una interconexión de todo con todo que va surgiendo poco a poco y que te deja con la boca abierta a veces y con una impotencia por ver cómo no terminan de explicar la cosas en otras ocasiones.
Pero lo que sí que puede que te eche para atrás de esta serie es la forma que tienen de contar las cosas. Y no es que sea mala, en absoluto. Simplemente, es un poco especial.
El humor que usan, las situaciones a cada cual más absurda e irreverente, la ilógica lógica del mundo que nos planta Snicket o la forma de trivializar las cosas como la muerte, la pérdida o la desesperación mezclada con momentos cómicos o singulares muy seguidos puede hacer que Una Serie de Catastróficas Desdichas no sea la serie que tú te esperabas.
Hoy me he levantado por fin del sillón tras ver los ocho capítulos que componen la primera temporada. Y solo os puedo decir que quiero que me den más de esto. No sé qué es exactamente, pero sé que quiero más. Y eso que tuve que asimilar durante tres días lo que vi en el primero de los mini arcos, el de los capítulos uno y dos.
Pero si tras esos dos primeros episodios la cosa te ha gustado o ha tenido un mínimo atisbo de que eso sea así, no lo dejes pasar y ve el resto de la temporada.
Por mi parte, cuando Netflix anuncie la segunda temporada de Una Serie de Catastróficas Desdichas ahí estaré para verla. No sé por qué. Pero ahí estaré. Y volveré a decir lo mismo: me ha gustado… pero no tengo ni idea del motivo.
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