En el tiempo que ha pasado desde que vi las dos primeras hasta que se ha estrenado la tercera temporada de Narcos, mi perspectiva ha cambiado mucho. No porque la serie haya cambiado o porque mis gustos ahora se muevan por otro tipo de productos audiovisuales.
Tiene que ver conmigo. A lo largo de 2016 estuve viviendo en Buenos Aires. Y allí no solo conocí sino que pasé bastante tiempo con mucha gente de Colombia. O, al menos, más de los que podría haber conocido aquí dentro de mi espacio social habitual de confort.
Siempre que charlábamos, desde el desconocimiento mutuo, claro, la conversación acaba girando en torno a la comparación. Entre Argentina, que es donde estábamos, y nuestros respectivos países. Lo primero que escuchaba de todos ellos sobre Colombia siempre tendía a ser lo mismo. Es un país precioso. Siempre. Sin excepción.
Al poco tiempo, cuando la conversación se volvía sobre la peor cara de cada país, también pasaba que siempre obtenía las mismas respuestas. Daba igual que hablara con alguien de Bogotá, de Cali, de Barranquilla, de Armenia o de Medellín. La inseguridad, el problema de la droga y la violencia del narco, la corrupción política y policial, las injerencias de Estados Unidos y la larga guerra civil con las guerrillas eran problemas que siempre salían en la conversación.
Todo ello son experiencias personales y no sirven para hacer un análisis de Colombia como país, pero si que sirve para pintar unos esbozos de la cara B del país.
Esos temas ya estaban en las dos primeras temporadas de Narcos. Pero verlos ahora, tras conocer de primera mano todo eso, hace que mi perspectiva sea totalmente diferente. Como quien se queda mirando el dedo, mi opinión sobre las temporadas de Pablo Escobar es que tenían una calidad enorme en lo visual pero que chocaba con ese fuerte acento forzado de Wagner Moura. Ahora, ni el acento seseante en una de las peores tomas de Miguel Ángel Silvestre hace que aparte de la mirada de la fuerte crítica múltiple que se esconde debajo de la narrativa de Narcos. Ahora, me quedo mirando la Luna.
Percibir todo ese subtexto, que antes se me escaba por la diferencia cultural, no quita, no obstante, que no me siga maravillando la capacidad que tienen sus creadores para hilvanar una historia de diez horas de duración de una forma tan meticulosa.
La tercera temporada de Narcos presenta dos grandes diferencias formales con respecto a las anteriores. En primer lugar es que cambia el punto de vista. Aunque antes los agentes de la DEA acaparaban minutos en pantalla, el primer y único protagonista era Pablo Escobar. La acción avanzaba siempre en consecuencia a lo que él hacía, decidía o provocaba.
Sin embargo, ahora eso ha cambiado y el protagonista es el agente Peña. Es algo que se nota desde el primer momento, puesto que pasa de ser puramente reactivo a ser el desencadenante de la mayoría de los giros argumentales que suceden, de una forma u otra.
La segunda diferencia es narrativa. A nivel de estructura, la tercera temporada de Narcos sigue todo lo visto hasta ahora. Auge, caída, recuperación y caída total (no os pongáis a llorar con que si spoilers, que el cártel de Cali se desarticuló hace años).
En el fondo, los cambios no son solo por que los pida el guión, sino también pensando en el espectador. Otros diez episodios de asesinos sanguinarios quizá hubiera convertido la crítica en parodia cutre. El cambio de perspectiva era necesario y ha contribuido a que, con unos personajes menos carismáticos y sin frases grandilocuentes (¿Plata o plomo?), Netflix se haya anotado otro tanto en su larga lista de pelotazos.
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