De todos los avances de la industria del videojuego que puedan venirte ahora mismo a la cabeza, probablemente no haya ninguno más importante que la historia del cartucho. Déjate de gráficos, controladores, mecánicas o partidas guardadas. Cambiar un juego por otro, eso sí fue una revolución con mayúsculas.
Y sin embargo, pese a ser la piedra angular sobre la que todo un sector se ha apoyado durante años, la historia de quién, cómo y por qué se creó la posibilidad de cambiar de juegos es una de las más desconocidas. Normal, teniendo en cuenta que hablamos de una consola que fue un absoluto fracaso y un ingeniero del que nadie habló durante más de 30 años.
Norman Alpert era este ingeniero. Con una empresa recién fundada junto a otros compañeros ingenieros, el auge de la industria del videojuego y la durísima competencia en otros sectores prácticamente le pusieron en bandeja la decisión. Alpex Computer Corporation iba a hacer videoconsolas.
En Alpex Computer creen que la idea de la Odyssey de Magnavox tiene las patas muy cortas. Al fin y al cabo es sólo una máquina con un juego de golpear una bola que, mediante plantillas que pegas a la pantalla del televisor, te ofrece la sensación de estar jugando a otro juego.
El invento es cojonudo, ojo, te están dando juegos “distintos” mientras en una máquina arcade sólo puedes jugar a uno, pero hay poco margen de maniobra. Al final no hay tantos juegos que puedas aprovechar con una idea tan básica como Pong. Si quieres ofrecer variedad, debes apostar por algo más ambicioso.
Es precisamente ahí donde a Alpert y a su equipo se les enciende la bombilla. Acompañando a la explosión del videojuego viene pegando fuerte la bomba de los chips y, junto a ellos, los módulos ROM sobre los que podías escribir y borrar programas que ya usaban algunas calculadoras.
¿Y si la máquina no fuese la portadora? ¿Y si los juegos estuviesen en otro lado y la máquina sólo se encargase de ejecutarlos? ¿Y si pudieses tener una biblioteca entera plagada de juegos para cambiar a placer sin la necesidad de comprar otra máquina distinta? Acababa de nacer RAVEN. Remote Access Video Entertainment para los amigos.
Lamentablemente los tecnosaurios de los que hablábamos antes seguían ahí, al frente de compañías como RCA o Motorola a las que Alpert y su equipo se acercaron para presentar el proyecto. Y como buenos tecnosaurios, a nadie le interesó adentrarse en un nuevo mercado aún marcado por la incertidumbre.
Hacerse a la idea de lo que podía suponer aquello no era fácil, especialmente con un prototipo plagado de cables pelados y más feo que un pie, así que recurrir a quienes ya tenían parte de la patita metida en el berenjenal no parecía mala idea. Si los de las televisiones no querían parte del pastel, irían a por los de los chips.
En Alpex se pusieron en contacto con Fairchild, una compañía de componentes con la que ya habían estado trabajando previamente para adquirir productos, y estos accedieron a pasarse por sus oficinas para ver de qué narices iba todo aquello.
A la cabeza de la comitiva estaba Jerry Lawson, uno de los pocos ingenieros afroamericanos de la época y un entusiasta de aquél mundillo del videojuego que estaba empezando a nacer. Su objetivo era analizar qué estaban haciendo en Alpex y crear un informe sobre la viabilidad y potencial del proyecto.
Colaborando para dar forma a la idea, e incluso animándose a crear un controlador que permitiese demostrar cómo funcionaba, Lawson y su equipo volvieron a Fairchild con una sonrisa de oreja a oreja. Eso y la promesa de un nuevo proyecto entre manos, claro. No se llamaría RAVEN, sino STRATOS, y estaría destinado a vender más de cinco millones de unidades y cosechar más de 200 millones de dólares.
La mano de Lawson queda especialmente marcada en ese último punto, considerándose a él el auténtico inventor de los cartuchos de videojuegos. Hasta el momento en Alpex tenían la idea, pero dar chips a la gente para que pudiesen sacarlos e insertarlos a placer, frente al peligro adicional de romperlos o mojarlos, no parecía lo más sensato del mundo.
Aunque el mundo de la ofimática ya jugueteaba con ello, Lawson y su equipo fijaron su vista en productos de consumo masivo para dar con una solución. La respuesta parecía estar en la música para el coche, donde unos simpáticos cartuchos habían empezado a dejar atrás a cintas y discos magnéticos. La industria del automóvil vio en este tipo de opciones algo bastante más viable que ir por ahí con un vinilo en el salpicadero.
Aquello aguantaba vibraciones al conducir y la gente podía ponerlos y quitarlos con comodidad con una mano mientras mantenían la otra en el volante. Si había una idea mejor, iba a ser difícil dar con ella en mitad de esa carrera tecnológica en la que estaban compitiendo contra sí mismos.
Sin embargo la base era buena. Un cartucho podía proteger con facilidad los chips interiores y evitar que todo el conjunto se moviese en exceso, pero aún tenían que dar con la tecla para crear una conexión estable y evitar cualquier tipo de peligro o descarga que implicase que un niño con las manos llenas de Colacao norteamericano tocase donde no debía.
El cartucho estaba bien, pero a él le debían seguir otras ideas como la hilera de tomas de contacto de oro, la pestañita que impediría que la máquina y su circuitería quedase expuesta tras extraer el cartucho, el muelle para extraerlo sin manipularlo en exceso, e incluso el botón de eyección que facilitaría todo el proceso.
En realidad no hay mucho hueco para la elucubración o la conspiración. Mientras Fairchild trabajaba en su cartucho, uno de los ingenieros que estaban colaborando en el proyecto salió de la empresa y acabó en las filas de Atari, probablemente con la información necesaria para darle la vuelta a la tortilla.
Pero ojo, que no toda la culpa fue del espionaje industrial. Fairchild entró en el negocio de los videojuegos apuntando al sueño de todas nuestras madres cuando éramos chicos: los juegos educativos. Y claro, la jugada era arriesgada.
Aunque sus Tres en raya, los problemas de matemáticas y los juegos de cartas tuvieron su momento de gloria, los tiroteos y explosiones de Atari no tardaron en merendarse sin demasiado esfuerzo a la Channel F y su particular enfoque del entretenimiento.
Eso, sumado a la necesidad de depender de sus propios chips -recordemos que después de todo ese era el negocio principal de Fairchild- en vez de agarrarse a precios más competitivos, acabó torpedeando el avance de la división y la posibilidad de luchar de tú a tú contra una Atari que lo tenía todo de cara.
La historia de Channel F duró poco más y, pese jugársela con una segunda generación y la internalización de la idea mediante otras empresas, el sueño de Alpex y Fairchild no tardó en desvanecerse. Al menos siempre les quedará el consuelo de saber que, gracias a ellos y su consola con microprocesador y cartuchos, ahora cuando nos cansamos de un juego podemos saltar al siguiente.
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