Aunque llevo en el mundillo mucho tiempo, en contadísimas ocasiones he comprado juegos a precio de novedad. Mi situación económica nunca ha estado para muchos lujos así que para dar rienda suelta a mi vicio preferido (y probablemente el único) siempre he tenido que “buscarme la vida” (siempre legalmente, no seáis mal pensados).
En la generación de los 8 y 16 bits, el intercambio con los colegas fue la solución ideal. Como lo normal era que una familia de clase media no pudiera permitirse comprar más de 2-3 juegos al año debido a su prohibitivo precio (11.990 pesetas normalmente), recuerdo como nos coordinábamos entre los miembros de la pandilla para, entre Santos, cumpleaños, visitas a los abuelos, Reyes… ir adquiriendo y compartiendo como buenos hermanos gamers los mejores juegos de la época.
Otra opción era la del “cambio”, recurso inventado por algunas tiendas con el que por 1000 pesetas podías cambiar tu juego por otro de la misma antigüedad y categoría aproximadamente. Este recurso, que podríamos llamar como el origen de la segunda mano actual, también me brindó la oportunidad de jugar a muchos títulos que hubieran sido inaccesibles de otro modo.
Gracias a estos “trapicheos”, pude disfrutar, por ejemplo, de una grandísima parte del catálogo de Mega Drive o Super Nes habiendo comprado únicamente unos 8 juegos.
Con las siguientes generaciones, fueron apareciendo otras alternativas para disfrutar, si tienes paciencia, de buenos videojuegos sin necesidad de pagar barbaridades como las series económicas (léase Platinum, Player´s Choice…), las secciones de segunda mano y más recientemente la bendita importación.
A pesar del paso de los años, este espíritu “buscavidas” no me ha abandonado y lo que empezó por pura necesidad, hoy se ha convertido en un aliciente que disfruto casi tanto como el propio hecho de jugar. Me sigue encantando rebuscar entre las cestas de juegos usados de las tiendas favoritas de SulggerMaxman y disfruto cuando me encuentro con alguna campaña de liquidación en centros comerciales. El momentazo de encontrar entre tanta morralla desorganizada alguna joya que llevabas meses queriendo jugar y tirada de precio es un subidón impagable.
Pues bien, algunos os preguntaréis por qué suelto este tostón y os cuento mi vida, pues lo hago porque esta situación de “tener que currármelo” me ha hecho tener una visión de los videojuegos como una experiencia vital y no sólo virtual. Para mí, disfrutar de los videojuegos no es algo que se limita al rato que pasas frente a la pantalla con el pad entre las manos sino que, como os he contado, es algo más amplio donde también juegan un papel fundamental otros factores como la ilusión de encontrar un título descatalogado que deseabas a un precio que te puedes permitir o el nerviosismo casi infantil cuando rompes el precinto de un juego y lo abres por primera vez.
De esta manera, cada juego tiene su pequeña historia en tu vida a parte de la meramente lúdica; unas más corrientes y otras más emotivas como el juego que compraste con tu primer sueldo, el que tanto querías y te regaló tu padre haciendo un esfuerzo económico titánico con tal de hacerte feliz o el que te intercambió tu mejor amigo de juventud.
Sin embargo, esta visión “vitalista” de nuestro entretenimiento preferido me temo que tiene los días contados. La capacidad de un juego de evocar recuerdos y sensaciones está indisolublemente unida a una carátula, un manual… al formato físico en definitiva. El tema digital tendrá sus ventajas no lo dudo, pero, sinceramente, un puñado de gigas en un disco duro es algo frío y totalmente carente de ese “encanto” del que hablamos. Con toda la industria preparándose para dar el salto definitivo al formato digital a medio plazo me pregunto si mi particular forma de “vivir” los videojuegos tiene futuro o acabaré convirtiéndome en una especie de “dinosaurio del ocio” abocado a la extinción.