Está claro que muchas cosas en el mundo de los videojuegos ya no son lo que eran. Juegos que salen a la venta inacabados, protagonismo absoluto de los modos on line, remasterizaciones de remasterizaciones y tantos otros despropósitos. Sin embargo, a pesar de todo, hay un acontecimiento tan especial y único para todo culpable que se precie que creía, iluso de mí, que seguiría manteniendo toda la magia y encanto de antaño. De hecho, se trata de algo tan extraordinario que solo se vive unas cuantas veces en la vida de todo gamer. Dicho acontecimiento no es otro que el paso a una nueva generación de consolas.
Veréis, hace poco di el salto. Olvidándome casi por completo de las estrecheces económicas y de esa parte de tu conciencia con forma angelical que te aconseja mantener la calma y esperar momentos más adecuados, me dejé llevar por el lado consumista-compulsivo que todos los consoleros llevamos dentro y entré de lleno en la next-gen.
En principio todo iba según el guión previsto. El nerviosismo al elegir cuidadosamente la caja, las prisas por llegar a casa… Por el camino rememoraba entre escalofríos otros “gloriosos” días de estreno y, sobre todo, sus inolvidables sensaciones. Desfilaron por mi mente los recuerdos de sentir que tenía una recreativa en casa al probar por primera vez Altered Beast de Mega Drive; el apoteosis de la revolución 3D al estrenar los 32 bits con Dead or Alive o el éxtasis jugable de dar la bienvenida a PlayStation 2 con Devil May Cry.
Por supuesto, todo estaba preparado para recibir al nuevo huésped como es debido: un lugar de honor en el escritorio, relegando al segundo plano otras máquinas, un enchufe disponible en la regleta y toda una tarde libre de víspera de festivo para poder jugar como si no hubiese mañana.
Una vez en la soledad de la habitación, el corazón se acelera conforme el ritual se acerca a su punto culminante. Aún hay unas cuantas tradiciones que cumplir. Tras abrir cuidadosamente el “cofre del tesoro” y preparar consola y cableado con la misma delicadeza del que acuna a un recién nacido, por fin, todo está listo para que comience el espectáculo.
Llegó el gran momento. Con manos temblorosas y la piel de gallina, me adentro en el futuro de los videojuegos. Un futuro azul y cálido como las olas de color que recorren la pantalla de mi monitor. La nueva generación me da la bienvenida: «Disfrutra del emocionante mundo del entretenimiento».
Pero a los pocos minutos algo pasa. Algo no va bien. El subidón se viene abajo demasiado pronto y la emoción se disipa tan rápido como la niebla al mediodía. En cuestión de pocos minutos paso de la ilusión y la expectación a la duda e inseguridad, y de ahí, al enfado. Hago un último esfuerzo por recuperar el hype del momento: ¡qué buena iluminación! ¡menuda fluidez de movimientos! ¡qué nitidez en las texturas!, ¡qué… Es inútil. La magia ha desaparecido.
¿Puede ser culpa mía? Soy más mayor, es normal que las cosas no me causen la misma impresión que cuando era joven… No puede ser, me digo a mí mismo, no hace tantos años del último salto generacional y aquella vez aluciné en colores con Lost Planet, Gears of War y Call of Duty 4, que se vinieron a casa junto con mi flamante Xbox360.
No, pienso a continuación. El problema no está en mí. El problema es que nos han vendido a bombo y platillo una nueva generación que más que un salto evolutivo es tan solo un pequeño pasito.
Tenemos nuevas máquinas, pero jugamos a lo mismo. Las mismas mecánicas jugables, prácticamente los mismos gráficos… ¡Por Dios! ¡Si es que son hasta los mismos juegos!
Entiendo que una nueva generación tampoco puede ser una ruptura total, pero al menos debe ser capaz de sorprender, y esta, al menos en la primera impresión, no me ha sorprendido lo más mínimo.
Más tarde, un poco más calmado, intento ser más positivo. Es demasiado pronto para hacer juicios tan contundentes. Otras consolas anteriores también tardaron mucho en demostrar de lo que eran capaces. Me entran ganas de que llegue cuanto antes 2015; que se acabe de una vez esta lacra de las remasterizaciones y de los juegos cross-gen para disfrutar de Bloodborne, The Witcher 3, The Order: 1886 y otros pelotazos que de verdad supongan un salto cualitativo que permita hablar con propiedad de next gen.
Me quedo con este moderado optimismo. Ya nada es lo que era en este mundillo, ni siquiera el estreno de una generación, pero la esperanza es lo último que debe perder un culpable.
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