En muchas de las historias que vivimos cuando jugamos a cualquier videojuego, encarnamos a un héroe. Un personaje que tiene un destino, estrechamente relacionado con salvar su gente, su pueblo o el mundo que le rodea. En otras palabras, los personajes de videojuego nacen con complejo de héroe, algo no siempre necesario para contar buenas historias.
Esta forma de narrar historias es más vieja que el sol y, por supuesto, extensible al cine y a la literatura. Un héroe y un mundo que necesita ser salvado. Link y Harry Potter. Pero esto no tiene por qué ser siempre así. Tanto videojuegos como literatura pueden vivir de historias costumbristas (salvando las distancias con la realidad). El personaje principal no tiene por qué ser un gran héroe, y su mundo no tiene por qué correr peligro. Grandes historias pueden ser contadas desde la cotidianidad de la vida.
Es un tema muy trillado, pero sigue siendo un tema latente en nuestra industria. Juego tras juego, encarnamos al héroe que tiene que salvar el mundo desde el minuto uno. Pasa con Breath of the Wild y pasa con Skyrim, dónde despertamos y, a los pocos segundos, se nos encomienda salvar al mundo de su destrucción.
Así empieza un camino que no invita a detenernos. Una princesa al borde la muerte, unos dragones que planean reducirlo todo a cenizas… el tiempo nos apremia, y tenemos que salvar a la humanidad.
Otros juegos esconden un poco más sus actos de heroicidad. Por ejemplo, en Fallout 3 somos un chaval que simplemente busca a su padre, pero ya que está, consigue darle esperanza a la vida con el desarrollo de una purificadora de agua. Al final, tomamos una serie de decisiones que están encaminadas a salvar o no una parte del mundo, y hacer algo por lo que ser recordados.
Este tipo de personaje es uno de los más abundantes en el género del RPG, pero aquí tiene cierto sentido. Somos un héroe, en el sentido literal de la palabra. Alguien con unas cualidades únicas, y necesitamos que la historia dé sentido a esas cualidades, por ello se elabora un universo en el que el personaje se desarrolla y perfecciona, hasta poder hacer frente al enemigo común y terminar con él. El mundo está para nosotros, y somos la pieza más importante en él, sin importar demasiado nuestro entorno, solo existente cuando nos beneficiamos de él.
Por otro lado, tenemos los juegos que se basan en aventuras. Este tipo de juegos basan toda su narrativa en una aventura, la cual no tiene por qué ser gloriosa o tener algo especial. Multitud de juegos encontramos aquí, como puede ser la saga Uncharted, Assassin’s Creed Odyseey o The Last of Us.
Este último, junto con el God of War de 2018, ejemplifican a la perfección lo que quiero decir. Nuestros protagonistas se embarcan en un viaje, a priori sencillo, pero por el que transcurren cientos de sucesos que convierten el viaje en algo remarcable.
Por supuesto, en God of War somos un dios, pero nuestra misión es llevar las cenizas de nuestra difunta mujer a lo alto de una montaña. Este es el motivo que empuja la historia, la chispa que acciona ese motor. Luego ya, por el camino, suceden una serie de movidas que hace que tengamos que sacar nuestro lado más beligerante. Porque somos Kratos y no podemos hacer las cosas de manera sosegada.
Fallout: New Vegas, en contraposición con su predecesor, nos propone una aventura donde no hay un bien común ni un mundo que arreglar. Somos un mensajero que ha sobrevivido a un tiro en la cabeza, y en nuestra mano está lo que decidamos hacer. En el abanico de posibilidades que nos abre el juego de Obsidian, las hay más o menos éticas, pero no sentimos que esté en nuestro puño la decisión de hacer del mundo un lugar mejor, al menos no desde el inicio.
Y luego, en menor medida vemos los juegos que cuentan historias cotidianas (dentro de lo que puede permitirse un videojuego). Juegos que desarrollan una trama, con sus giros, pero dentro de un contexto cotidiano, en el que somos una pieza más del mundo que nos rodea.
Red Dead Redemption 2 o Grand Theft Auto IV hacen esto, dentro de sus posibilidades. Así pues, en el primero, encarnamos a un miembro de una banda de forajidos que simplemente quiere huir. Nuestro día a día será normal, haremos actividades normales y no tendremos ningún tipo de habilidad especial. Un tipo normal que sólo quiere seguir con su vida, pese a lo complicado de ésta.
Otro tanto ocurre con GTA IV. Niko Bellic, un excombatiente de la Europa del este que huye a Estados Unidos a salvarse con el capitalismo y cumplir el sueño americano. Nuestras primeras misiones serán de mero taxista, conoceremos a una chica que está interesada en nosotros y, poco a poco, Roman y sus amigos nos irán metiendo en un mundo de problemas. El tipo de problemas por los que huimos a Liberty City y que, irremediablemente, nos volverán a encontrar allí. Porque así es la vida de Niko Bellic, así era su día a día y así seguirá.
La saga Yakuza también tiene un poco de esto. Normalmente los protagonistas hacen vida normal. Especialmente, en Yakuza 3, es donde vemos la faceta más cotidiana de Kiryu, haciendo de tutor legal de un grupo de huérfanos en un orfanato. El problema, es que un yakuza lo es para siempre, y su vida siempre se verá ligada a los tejemanejes de la mafia japonesa, quiera o no.
Por mera definición, es más fácil que el jugador se vea representado en las historias cotidianas, aunque rara vez es lo que buscamos. Novelas como las de Ken Follett, ejemplifican bastante bien la cotidianeidad de las historias. En videojuegos es algo más complicado, porque al final necesitamos acción.
Cualquier historia puede ser buena mientras esté bien contado. No obstante, la dificultad de contar una historia cotidiana que sea capaz de atrapar al jugador, es mayor. Por ello, las historias épicas o las meras aventuras son las más comunes, por la facilidad de contar algo nuevo, fuera de la norma, y que cautive al jugador.
En la época que vivimos contamos con infinidad de métodos para contar historias. La evolución del videojuego ha conseguido que se eliminen esas barreras que lo separaban del cine o la literatura, y ha posibilitado que se exploren, cada vez de manera más habitual, nuevas formas de contar una historia, y nuevas historias que contar.
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