Joder, joder, joder… la Semana Diablesca de Guilty terminó y yo tenía que hacer un artículo… pero bueno, más vale tarde que nunca así que, allá voy.
Son épocas convulsas, los universitarios sabrán de lo que hablo, entonces me toca especialmente la moral hablar de Diablo cuando aún no he tenido posibilidad para darle caña a la tercera parte, pero lo que voy a verter en estas líneas bien se puede aplicar a cualquier juego de la saga o el género (si es que existiese tal diferenciación).
Jugadores de Diablo II, os sentiréis muy identificados con la cuestión que de primeras os planteo. ¿Por qué cojines hemos matado trescientos millones de veces a Mefisto en Nivel Pesadilla? ¿Por qué yo siendo un jovenzuelo adolescente pase tardes a 30 grados a la sombra matando vacas bípedas? ¿Qué hacía sobre el 2002 un muchacho en la flor de la vida echando las tardes delante de una pantalla de PC en un ciber angosto y mal ventilado, en lugar de estar en un descampado haciendo el tonto con otros congéneres?
Amigos míos, la respuesta es el condicionamiento operante, en un programa de reforzamiento de razón variable. Hace unos meses en The Vault hicieron un tremendamente recomendable artículo donde ya planteaban esto de manera mucho más extensa, relacionando procesos psicológicos con la forma que teníamos de jugar. Muy a colación de los tiempos que corren saco yo también este tema por aquí. Es especialmente interesante el caso de Diablo pues es un ejemplo muy evidente de un proceso psicológico muy básico y muy fuerte.
Diablo tiene la particularidad de ser un juego repetitivo, y esto que en cualquier otra obra es sinónimo de mediocridad, en Diablo lejos de señalarlo nos quedamos inmersos en su atmosfera repitiendo una y otra vez pasajes ya vistos. Más aún, no solo su planteamiento, sino que también su mecánica jugable es deliciosamente repetitiva. Mientras que otros videojuegos como un FIFA, por ejemplo, requieren de nuestra habilidad mecánica y atención, en Diablo, reduciendo mucho el concepto, se juega a base de puro y simple clic. Pero aún así, y aquí viene lo mágico, resulta terriblemente absorbente. La causa de todo esto la hallamos en el coleccionismo, en el objeto imposible que de repente llega… la hallamos en el premio.
Para explicar este proceso, en su día, ya lejano, me pusieron como ejemplo un mechero casi sin gas. El mechero se empieza a quedar sin gas y tú pruebas primero 2 veces y enciende, continúa quedándose sin y comienzas a probar un promedio de 3 veces para que encienda, un promedio de 4… hasta que en un momento dado te ves en una parada de bus tratando de encender un cigarrillo y terminando por poder dar solo un par de caladas ya que el autobús ha llegado y pasaste los anteriores 3 o 4 minutos tratando de encender tu maldito mechero de los chinos.
Lo mismo sucede con Diablo. Ansiamos el objeto X en cuestión, intuimos que Mefisto, un hombre de bien, en algún momento lo dejara caer al morir. La cuestión es ¿cuál es ese momento…? ahí está la gracia joven Bárbaro y ahí está la explicación de tu adicción.
Lo bonito de Diablo, como de muchísimos juegos, es como hace de muy pocos mecanismos una jugabilidad, una experiencia, tremendamente perfecta. Miro la compleja interfaz de Dragon’s Dogma y solo con pensarlo me da pereza. Pienso en la simpleza, pero la contundencia de Diablo y me da miedo. Miedo porque sé que «en el momento que haces pop ya no hay stop».