Puede Wolfenstein 3D no fuera el primer el juego de acción subjetiva de la historia, pero lo que no se puede negar es que la obra de id Software fue la semilla del que hoy por hoy, nos guste o no, es el género dominante en el mundo de los videojuegos. Ahora que la veterana franquicia vuelve a estar de actualidad con la reciente salida de The New Order y tratándose ésta de una sección que busca recordar títulos que pasaron más o menos desapercibidos durante la generación anterior, ¿qué mejor momento para recordar la entrega de la saga (titulada Wolfenstein a secas) lanzada en 2009 para Xbox 360, PS3 y PC?
Al igual que hicieron en 2001 con Return to Castle Wolfenstein, id Software no se ocupó directamente del desarrollo del título, sino que lo encomendó a un estudio externo. En este caso la elección recayó sobre Raven Software, compañía con amplia experiencia a sus espaldas y que ya había trabajado antes para id al haberse encargado de crear Quake 4 en 2005.
A grandes rasgos, podríamos decir que hay tres elementos “canónicos” que todo juego que lleve la palabra Wolfenstein en su título debe cumplir y, por supuesto, esta entrega de 2009 no iba a ser menos. El primero, y el más obvio, es que el objetivo siempre consiste en desbaratar los siniestros planes del Tercer Reich; el segundo es que el argumento se aleja siempre del rigor histórico para centrarse en la obsesión de los nazis por el ocultismo, lo paranormal y los experimentos bizarros; mientras que el tercero, y no menos importante, es que el papel de protagonista recae siempre sobre el oficial americano B.J. Blazkowicz. Sin embargo, aunque en cuestiones coceptuales este Wolfenstein de 2009 se mantiene fiel a las bases clásicas de la franquicia, no se puede decir lo mismo en el plano jugable como pronto veremos.
Siguiendo estos «tres mandamientos», el juego comienza con una espectacular CG, al más puro estilo de las intros de las pelis de Indiana Jones, en que el agente Blazkowicz consigue sabotear in extremis un barco alemán gracias a la inesperada ayuda de un medallón con extraños poderes. Después nos enteramos por nuestros superiores que el medallón pertenece a una antigua civilización desaparecida que creía en otra dimensión llamada Sol Negro y que sus poderes proceden de unos cristales incrustados en el mismo. Dichos cristales, conocidos como cristales de Nachtsonne, solo existen en la imaginaria ciudad alemana de Isenstadt donde precisamente los nazis están desplegando una importante infraestructura desde hace unas semanas. Demasiada casualidad, ¿no? Así que, ¿quién mejor que nosotros para entrar en la boca del lobo y averiguar qué planea la división paranormal de Hitler?
Para enriquecer esta mezcla, en Raven pensaron que no vendrían mal unas gotitas de sandbox, tan de moda por aquel entonces tras la salida de Grand Theft Auto IV unos meses antes. ¿Y cómo les quedó el experimento? Pues lo vamos a ir viendo, pero adelanto que, por mucho que se respete la presentación, renunciar a la personalidad y al fondo jugable de una saga no suele acabar muy bien.
Para empezar, el componente sandbox chirría más que un sordo en un tiroteo. El juego se estructura en base a misiones que transcurren dentro de la ciudad de Isenstadt o en sus alrededores (una iglesia, una granja, fábrica, castillo, hospital…). Estas misiones nos serán encargadas o bien por el círculo de Kreisau (la resistencia de toda la vida vamos) o por la Golden Dawn (una sociedad secreta estudiosa de las Ciencias Ocultas).
Bajo este planteamiento, el componente sandbox se reduce prácticamente a un tedioso paseo del cuartel general de una organización al de la otra, o de estas casas francas a los lugares donde transcurren las misiones. No hay ningún aliciente que nos haga disfrutar de esta “libertad” de movimiento. La ciudad es muy pequeña, las localizaciones son mínimas y, en definitiva, no hay casi nada que hacer aparte de explorar los escenarios para encontrar dinero (con el que mejorar las armas) o documentos y hablar con NPC’s, algunos de los cuales nos ofrecerán sencillas misiones secundarias. Para colmo, en estos repetitivos paseos por las mismas calles tendremos que vérnoslas con patrullas nazis en enfrentamientos intrascendentes que pueden llegar a desesperar.
Una vez en las misiones, estas siguen el esquema típico de los COD, o sea, “pasillerismo”, scripts, regeneración automática de salud y desarrollo en base a cumplir pequeños objetivos. Una fórmula que la mayoría tenemos a estas alturas más que aborrecida pero que desde luego resulta efectiva para potenciar la espectacularidad de la acción.
Pero si coges lo “más malo” de COD, se debería haber pensado en copiar también lo “menos malo”, refiriéndome con esto a la profundidad y la longevidad que el componente online aporta a los juegos de la franquicia estrella de Activision. En lugar de eso, Wolfenstein presentaba el típico modo online metido con calzador, cargado de lag, parco en opciones y absolutamente prescindible. No obstante, no se puede achacar esta culpa a Raven Software, puesto que fueron los desconocidos Endrant Studios quienes se encargaron del desarrollo del multijugador. En realidad, esto a día de hoy resulta intrascendente ya que dudo incluso que los servidores sigan activos, y en caso de que lo estén llevarán años sin recibir un solo visitante. Al menos, parece que id Software, entre este Wolfenstein y Rage, ha aprendido la lección y ha preferido no incluir modo online en Wolfenstein: The New Order.
Llegamos al que probablemente sea el aspecto más interesante y satisfactorio de la jugabilidad: el componente paranormal. El medallón de Thule nos otorga cuatro poderes que iremos consiguiendo conforme obtengamos los cristales correspondientes: velo, suspensión, escudo y potencia. El primero nos permite encontrar caminos ocultos, movernos más rápido y ver en la oscuridad; mientras que el segundo ralentiza el tiempo. No merece la pena explicar los dos restantes pues su nombre es claramente descriptivo de su efecto. Como era de esperar, la energía para usar estos poderes es limitada, así que habrá que recargarla en las emanaciones que hay diseminadas por los escenarios. Conforme avanzamos en la aventura, unos libros de poder escondidos por los escenarios nos permitirán aprender nuevas habilidades mágicas que complementan los poderes del medallón.
La presencia de lo paranormal no se reduce sólo a los poderes del medallón, sino que también está presente en el armamento y en los enemigos. Respecto a lo primero, a parte de las clásicas armas nazi (MP40, Kar98 o Panzerschreck) encontraremos otras mucho menos convencionales como el cañón de partículas (la más espectacular de todas por su efecto desintegrador) o la “electrizante” Arma Tesla.
Con los enemigos pasa más o menos lo mismo, de forma que a la infantería y oficiales de la Wehrmacht se unen otros tipos de soldados que hacen uso de las habilidades que otorgan los cristales Nachtsonne y del armamento ficticio antes descrito. Junto a ellos, tendremos también que vérnoslas con engendros nacidos de los experimentos nazis y con criaturas provenientes de la dimensión del Sol Negro.
Idéntica mediocridad en todo lo demás, destacando, por lo negativo, la pésima IA de los soldados nazis (que se quedarán la mayoría de las veces clavados como estacas esperando que acabemos con ellos) o el doblaje al castellano, con voces y frases que se repiten constantemente.
Vamos a ir concluyendo antes de que alguien se duerma. Si sois seguidores habituales de esta sección sabréis que en ella aparecen dos tipos de juegos: los condenados injustamente por los caprichos del mercado y los que se han ganado el olvido por méritos propios. Wolfenstein pertenece, sin lugar a dudas, a este segundo grupo. Un shooter impersonal que no sobresale en ningún apartado y que no hace justicia a la historia de la franquicia pero que, si lo que buscas es un juego “ligerito” que entre y salga de tu vida sin más trascendencia, al menos cumplirá con su cometido de entretenerte tres o cuatro tardes.
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