Análisis de GhostWire: Tokyo. Mikami me cautiva mostrándome cómo los japoneses entienden la muerte, los traumas y el más allá.
Japón, ese país dominado por la cultura del esfuerzo y la represión emocional. Cuando una sociedad es tan hermética, llegando al punto de anular psicológicamente a sus integrantes, tarde o temprano por algún lado tiene que explotar. No voy a entrar a diseccionar sus valores más cuestionables en este análisis de GhostWire: Tokyo, pero sí quiero señalar a Shinji Mikami, el padre de sagas tan bestias como Dino Crisis y el que es quizás el mayor responsable de que este juego exista, siendo él mismo un producto de una civilización absurda y retorcida, llevándolo a querer narrar qué es el miedo en un medio tan polifacético como es el videojuego.
Mikami sabe usar el miedo en los videojuegos. Puede que fallase en 1996 con su afamado Resident Evil, pero solo tenemos que avanzar hasta su remake, salido en 2002, para comprobar que entiende lo que es el miedo. Sabe cómo utilizarlo y sabe cómo expresarlo para que los demás lo sintamos. Sin embargo, puede que con una vez le bastase al padre de los zombis de Capcom para cerciorarse de su control sobre el terror, porque todos sabemos que sus siguientes obras viraron para un elemento más fácilmente vendible como lo es la acción.
Hay ejemplos más contundentes que otros, como es el caso de Vanquish, pero al autor le gusta bailar entre dos aguas, vendiéndonos el miedo como un «comeback» de un grupo muy famoso que vuelve para petarlo en una nueva gira, para después darnos otra película de Sylvester Stallone bajo el pseudónimo de Cobra. The Evil Within es prácticamente esto. Una aventura con un envoltorio de terror más que evidente que al final acaba sabiendo a caramelo de Resident Evil 4; pistola en mano, munición para parar un tren, y enemigos que imponen entre cero y nada porque puedo reventarlos de un tiro en el pecho.
La muerte como concepto con el que levantar todo un viaje de reflexión
Puedo decir que GhostWire: Tokyo porta como pecado capital esto mismo. Se nos presentó por activa y por pasiva que estábamos ante un nuevo juego de terror. Nada más lejos de la realidad. GhostWire: Tokyo suplanta su propia identidad, una identidad que no deja de ser la de un shooter en primera persona con sus mismas virtudes y carencias, pero tranquilos, porque tanto Mikami como Tango Gameworks son conscientes del problema.
En GhostWire: Tokyo, Mikami hace un ejercicio de reflexión cojonudo sobre un tema muy concreto: la muerte. Este elemento baña todas las capas del videojuego; afecta a cómo lo vemos, a cómo lo oímos y hasta a cómo lo jugamos. Y es que en Japón el respeto a la muerte difiere mucho del que entendemos aquí. Allí ven en la muerte una belleza curiosa, es más un proceso de transmutación coherente y místico que eleva al «ser» a una dimensión diferente. En occidente lo vemos más como una tragedia, como el fin del «ser».
Lo mismo nos sucede con las emociones. Nosotros podemos transmitir todo de forma más bruta, nos valemos de imágenes elaboradas, nos valemos de expresiones, nos valemos de palabras. Sin embargo, Mikami es japonés, no puede replicarnos porque sería irrespetuoso. Por ende, Akito, el protagonista que controlamos, se siente como una antítesis dentro de su historia. Es temperamental, tozudo y no sabe cuando reprimirse. Esto lleva a que K.K., el «fantasma» que nos acompaña y nos da nuestros poderes, le recrimine y le aleccione cada dos por tres. A pesar de todo, Akito también es japonés, un tokiota más encerrado en una pesadilla donde la angustia por el estado de su hermana lo consume, una tan grande que a veces le lleva a dudar y a sacar su auténtico yo.
La música es nuestro acompañante, junto a K.K., durante nuestra travesía. La score se conforma por pistas de muchos estilos, milimétricamente compuestas para cada momento que sentimos en el videojuego.
Pero, ¿qué es GhostWire: Tokyo exactamente?
Desde el plano del producto, estamos ante un mapa enorme donde enfrentarnos a criaturas salidas del inframundo usando poderes extraídos de los elementos. Realmente es aquí donde pega el mayor de los patinazos, porque GhostWire: Tokyo quiere ser transgresor y quiere contarte algo complejo, pero a mayores necesita ser un videojuego, uno que venda y entretenga. Aquí llegamos a un punto donde sus mecánicas shooter, en términos ya puramente mecánicos, son anacrónicas y nos camufla, por ejemplo, una pistola como dos dedos que lanzan ráfagas de viento.
Cada hechizo por separado representa lo que sería un arma de fuego en otros medios. Si bien la idea es interesante, no deja de sentirse como una «reskin» de una escopeta, un lanzacohetes o de la citada pistola. Sí es cierto que el panorama mejora enormemente cuando llegamos casi a los compases finales de la aventura, donde el clásico árbol de habilidades nos permite desarrollar varias ventajas que hacen que disparar una ola de agua seguido de una explosión de fuego se sienta realmente como algo divertido y extenuante.
Lo mismo podemos decir del lenguaje que se intercambia entre los enemigos y nuestras mecánicas, siendo gozoso descifrar el próximo movimiento del rival bloqueándolo con un «parry» y respondérselo con un disparo cargado que deje su núcleo vulnerable a nuestras manos y así hacerlo pedazos. Como digo, esta satisfacción es tardía, pues mientras no invirtamos puntos en estas habilidades, todo se siente muy incómodo y tosco, como si el juego nos gritase que eludamos los combates y nos guardemos para más adelante.
Sintoísmo: una religión tan exótica para nosotros como misteriosa
Sin embargo, GhostWire: Tokyo se conforma con que te diviertas despachando a los monstruos que te suelta. Donde se concentra el trabajo es en la misma representación de Tokio. Caminar por esta urbe de ensueño es puro placer. Un placer solo posible por el nivel de detalle, mimo y consideración que manifiesta cada una de sus calles, paredes, cartelería y esquinas. Esta Tokio está desierta, la envuelve una noche perpetúa donde los habitantes son almas sin cascarón, demonios salidos de cuentos de terror y criaturas místicas que se apropian de la ciudad como si de un campo de juegos se tratase.
Viendo esta panorama, es comprensible percibir a Akito como si fuese un extranjero en su ciudad natal. Él mismo hace un ejercicio casi académico sobre las fábulas que habitan en su vecindario. Pues la obra de Mikami es toda una biblioteca sobre la fauna yokai y la cultura de la maldición, dejándonos ejemplos magníficos traducidos al lenguaje del videojuego de lo que es un kapa o un apartamento maldito por espíritus malévolos.
Que el mismo mapa nos muestre las posiciones de los yokai, con una iconografía tan representativa, es una declaración de lo interesada que está Tango en que asimiles lo que te va echar encima. Porque cada encuentro con un yokai es casi una actividad mágica donde aprendes sus costumbres y personalidades. Algunos son más esquivos, otros más torpes, algunos solo buscan alguien con quien jugar e incluso no faltan a la cita aquellos que buscan ser protegidos de otras amenazas. A mayores, interactuar con ellos nos recompensa con magatamas, unas joyas muy ligadas al sintoísmo, y que nos sirven para romper barreras en el árbol de habilidades para desarrollar nuestras capacidades a sus versiones más sobresalientes.
De esta misma fuente beben las misiones secundarias. Suponen un ejercicio excelente para conocer costumbres que nos pueden parecer incluso exóticas del día a día de familias tokiotas. Casi todas están ligadas a espíritus que no pueden abandonar el plano terrenal por motivos que los mantienen anclados a la tierra. Aquí cobra importancia la cultura de la maldición antes mencionada. Espíritus con malas vibras buscan tocar la moral a otros, creando situaciones paranormales de lo más variopintas e irrepetibles. Ojo al dato, culpable, pues cada misión es de su padre y de su madre, no habiendo dos misiones iguales (aunque sí listas de una misma familia de misiones que nos hacen repetir mecánicas y secuencias). Algo que se pone de manifiesto en los escenarios, siendo entornos epilépticos que se corrompen por las energías del más allá y se alteran a nuestro paso, dotándolos de un ambiente «malrollista» que puede llegar a resultar inquietante.
Un duelo de contrastes maravillosos
Porque de la ambientación que siembra GhostWire:Tokyo se recoge una cosecha voluminosa. Solo como ejemplo quiero poneros la niebla. Se trata casi de una entidad propia, que aunque no se mueva, no hable o solo la percibamos en una curiosa lejanía, nos oprime y nos hace sentir como en una cárcel de pesadilla. En un sentido diametralmente opuesto, están las puertas Torii, las cuales expulsan la niebla si las activamos, siendo nuestro gesto de alarma para despertar del mal sueño.
Esto me lleva a pensar en el juego también como una lucha de contrarios, donde lo moderno (la forma de usar los escenarios y demás elementos audiovisuales para narrar) choca contra lo antiguo (mecánicas de mundo abierto repetitivas), donde la oscuridad (la noche que baña Tokio) se mezcla con lo luminoso (la energía yokai), donde la urbe (las calles de Tokio y sus interiores) se renueva con el inframundo (paisajes naturales del sintoísmo) y así hasta plantarnos ante una lista infinita que nos hace saborear los sabores grises de la obra. Una proeza que pocos juegos saben representar, y mucho menos desarrollar.
Tango Gamesworks hace un trabajo maravilloso usando el videojuego como un catalizador del trauma de Akito y K.K. Nos habla de la depresión del primero sin usar palabras, simplemente navegando por su psique mediante una sencilla unión de escenarios donde cada puerta representa una capa más de su trauma.
Análisis de GhostWire: Tokyo. Donde las almas no descansan y los jugadores tampoco
Si reflexionamos sobre lo que tiene que ofrecer un videojuego para que sea perfecto, concluiría este análisis de GhostWire: Tokyo diciendo que no estamos ante el elegido. La aventura de Tango fracasa en lo más mundano, dándonos mecánicas que hacen de los combates algo entretenido pero no sobresaliente, un árbol de habilidades que ya lo hemos leído mil y una veces pero que sigue funcionando, un modo detective que bebe de Dead Space y Batman Arkham para facilitarnos la lectura de los escenarios, y que sí, también es efectista. No obstante, no inventa la rueda en ningún momento, y sumado todo en su conjunto nos deja un sabor a mediocridad preocupante.
Aún así, consigue llegar a la excelencia al querer salirse de las tablas para mostrarnos cómo piensan y sienten los japoneses ante un tema tan incómodo como lo es el de la muerte. Para ello hace un uso irreprochable de los fortalezas del medio, inundándonos de muchísima metáfora visual y auditiva que nos invita a recorrer una de las Tokios más magníficas jamás construidas en un videojuego.
El tira y afloja de Akito, K.K. y Hanya es uno que me ha mantenido absorto de inicio a fin; y una parte de mí aún sigue encerrada como un alma sin cuerpo material en esa Shibuya maldita, esperando que un katashiro la absorba y la envíe de vuelta a casa a través del histriónico teléfono de Ed.