«A los jugadores de siempre y a quienes hoy descubrís Final Fantasy»
Por casualidades de la vida, el jefe me propuso hacer este análisis de Final Fantasy XV Royal Edition cuando ya tenía a medio cocinar el texto que publiqué hace unos días sobre cómo Square ha perdido el respeto a esta entrega. No pienso cambiar ni una sola coma del artículo; considero que la compañía ha estado usando este juego como un campo de pruebas comercial y publicitario. Esta Royal Edition, precisamente, recoge todos los resquicios en forma de DLC y expansiones insulsas que Square nos ha ido tirando a la cara.
Me reí, de primeras, porque me hacía ilusión escribir sobre Final Fantasy. Pero al poco empecé a comerme la cabeza. “¿Y cómo puñetas se supone que voy a hacer yo este análisis ahora?”. Casualidades de la vida, pocos días después me topé con un (recomendadísimo) texto de Andrés Suárez en Mundogamers que ahondaba en esta dicotomía y, más sorprendente aún, en el mismo ejemplo. No solo me deshizo el lío que tenía montado sino que, además, me ayudó a ver claro cómo tenía que enfocar este texto: esto es un análisis textual.
Lo es porque, en realidad, esos cambios de la Royal Edition no son lo suficientemente significativos como para alterar la esencia original de Final Fantasy XV. Sí, es un “mejor” videojuego; es más completo, tiene más contenido y posibilidades y resuelve de una manera aceptable (que no creo que buena del todo) los agujeros más grandes que acarreaba su versión primaria. También resta bastante dificultad a los primeros compases de la partida si decidimos hacer uso de las armas que aparecen en nuestro inventario por arte de magia y, como contraparte, los combates finales son más abundantes (hasta aquí puedo leer) y más intensos.
Casualidades de la vida, esto no altera el significado de Final Fantasy XV como texto. Lo que realmente define al juego no es que tenga un DLC más o un DLC menos; por suerte, es mucho más importante. Y, casualidades de la vida, esto es lo que provoca que me siga costando horrores dar con las líneas acertadas. Me cuesta porque me agobia tener que escribir sobre los juegos que, debajo de tanta capa de grasa solidificada en forma de expansiones, se esconde una receta cuyo ingrediente principal es, por contradictorio que suene, el cariño.
El torrente de afecto que han depositado los creadores, personificados en Hajime Tabata, en el juego es palpable en su extensa ambientación, rica en simbología y, más importante, en pequeños detalles. En un momento dado, un chaval, tembloroso y con esfuerzo, solloza mientras le dice a Noctis que será fuerte mientras esté en Altissia para poder proteger a sus seres queridos. Un tiempo después te vuelves a encontrar con aquel chaval, que ya calza otro cuerpo, y compruebas que ha cumplido su promesa a rajatabla.
Es muy simbólico y representativo, también, el Cid de esta edición. Tras el primer punto de giro importante, Noctis y su grupo, cabizbajos, se presentan ante el sabio mecánico en un taller mundano; en una mesa cubierta de polvo y algún periódico húmedo que se hace eco de la noticia del día, hay una foto amarillenta por el paso de los años que muestra al propio Cid acompañando a su grupo de amigos liderado por Regis, el padre de Noctis. Otro detalle: termina una batalla intrascendente que te pillaba de camino o que necesitabas para rascar un pequeño extra de experiencia y, al terminar, Prompto tararea alegre una de las melodías más icónicas de la saga.
Estos detalles son representativos, decía, porque filtran el objetivo esencial de Final Fantasy XV: el cambio generacional. Esta entrega es, ni más ni menos, la puerta de entrada a otra forma de entender lo que significa Final Fantasy. Es el equivalente en finalidad (que no en calidad ni en contexto) a la ruptura tradicionalista que propuso Final Fantasy VI. Ese “A los jugadores de siempre y a quienes hoy descubrís Final Fantasy” es mucho más que un lema solemne; es una declaración de intenciones.
La aventura clásica protagonizado por Regis se disuelve hasta los detalles más puros, que permean en la de Noctis cuando le pone la mano en el hombro al principio del prólogo. Por eso Cid no está en tu grupo; él ya tuvo su viaje. Por eso Prompto canturrea una melodía que sus compañeros reconocen; así sonaba en los cuentos de entonces, pero ahora la cantan los propios protagonistas. Casualidades de la vida, son estos pequeños detalles, los más cristalinos de aquella amalgama de directrices, los que más brillan en la obra.
Repito mucho esta expresión porque Final Fantasy XV no deja de ser, en realidad, producto de casualidades. Pocos desarrollos más accidentados que este se cuentan y sus 10 años en el horno, entre cambio de motor, de responsables y hasta de perspectiva (con algún que otro obstáculo más por ahí), pesan en las arrugas que se le pueden ver al juego. Pero una de esas tantas idas y venidas provocó que el juego fuera a caer, casualidades de la vida, en manos de Hajime Tabata, un hombre que había recorrido Italia con sus amigos en sus años mozos y que estaba empeñado en plasmar ese espíritu de road trip en el juego.
Lo consiguió. Y ese es su rasgo más distintivo.
Enrique Alonso lo define en su (magnífico y recomendadísimo) análisis como un juego “de autor”. Tiene toda la razón del mundo; efectivamente, Final Fantasy XV es una obra valiente porque casi refleja las vivencias personales de su creador sin dejar de aspirar a ser el gran Final Fantasy que está condenado a ser. Este choque frontal es lo que define al juego como una suerte de monstruo de Frankenstein resultante de las piezas de un desarrollo ambicioso, catastrófico y el cariño de un autor.
Final Fantasy XV es grande en sus pequeños momentos, pero se queda pequeño en sus grandes intentos. Brilla en la camaradería y en los comentarios cómplices que se sueltan entre el grupo de amigos; en la hoguera de un campamento improvisado en el que impera el olor a la comida de Ignis mientras Noctis revisa las fotos de Prompto y Gladio insiste en que se vaya a dormir ya sin evitar que también se le vaya el ojo a las instantáneas. Pero se viene abajo a la hora de ponerse duros con ciertos combates o cuando toca ponerse a buscar el hilo conductor de la historia, que se rompe varias veces y que acaba con más bajos de los que querría en esa montaña rusa que resulta ser.
Es cierto que todos esos fallos, los más criticables, siguen ahí. Y ahí van a seguir, no nos llamemos engaño. Pero, al final del día, la balanza cae del lado de Tabata.
Final Fantasy XV es un juego de autor porque habla de personas, de sentimientos y de recuerdos. Gana enteros en el mundo abierto porque es ahí donde nacen más interacciones entre los amigos; el eje central de la obra es, en realidad, el verdadero valor de la amistad y las relaciones humanas. Me atrevería a decir que ningún juego se adentra en este asunto con tanta reverencia y pasión como los momentos más pequeños, de road trip, de Final Fantasy XV. Y no se me caen los anillos (a Noctis a lo mejor sí) al decir que la relación entre los protagonistas es la mejor de la saga.
Es un juego de autor porque antes de las batallas siderales están los viajes en el Regalia mientras un vasto horizonte se extiende frente a la tétrada de compañeros y una música cargada de emoción sintoniza con los diálogos dicharacheros de Prompto. Pero decide hacerse grande, abrazar la madurez y explorar el dolor de la pérdida. Una que escuece mucho más si aquella relación que has forjado es verdadera. El final vibra más allá de la pantalla, se queda en la mente y el corazón porque realmente quieres a esos tipos. Lejos de caer en la épica del Final Fantasy, en lo fácil, la última escena humaniza a Noctis y hace que se sincere con sus compañeros.
Es un juego de autor porque su impacto emocional se multiplica si lo conectas con tu propia vida. Es fácil dejarse conducir hasta el acto final y que se te pasen, durante el trayecto, imágenes de tus amigos, de momentos, de experiencias y de vivencias. Si a algo va Final Fantasy XV es a decirte que ese viaje no debes recorrerlo solo porque cuando llegue la hora de decir adiós vas a llorar.
«No es un juego perfecto, pero sí uno inolvidable»
Porque qué importante son los momentos. Qué maravillosa es esa inolvidable introducción, tan clara en sus intenciones como entrañable en su resultado, del grupito de amigos destrozado, tirados en la carretera caliente con el coche en las últimas y empujando mientras se lanzan los comentarios de turno y comienza a sonar Stand By Me. Y podemos dejar de lado el Regalia, las acampadas, las charlas entre peleas y, por supuesto, toda la épica rimbombante; todo esto, los recuerdos, los pequeños detalles, los sentimientos y el verdadero cariño aparecen condensados en un solo momento. En ese momento. En el momento en el que, sumido en la oscuridad y con los nervios a flor de piel, destrozado, expectante y cansado a partes iguales, justo antes del último paso, Noctis se detiene para ver las fotos de un viaje que, sin duda, merece hasta el último tarareo pasional de Prompto.
Este es, por hacer la analogía, el momento que recordaré por siempre de Final Fantasy XV. Es quizá uno de los más impactantes y redondos de la saga, el que pone el punto final partiendo desde el momento en el que Regis le cede el testigo a Noctis y él, tras hacer su viaje, decide finalizar. Y también es el que termina de reafirmarle como una obra que merece la pena ser experimentada. Decía ya Enrique Alonso hace año y medio que Final Fantasy XV no es un juego perfecto, pero sí uno inolvidable. Porque joder, cómo duele decir adiós.
Claro que la historia del juego está minada de fallos. Claro que recurre a DLC para potenciar de manera artificial ciertas sensaciones e intentar disimular sus errores. Y claro que es facilón y el combate solo es interesante cuando es difícil por injusto. Pero eso da igual; Final Fantasy XV va a otra cosa. No quiere contar la gran historia perfectamente hilada, quiere llegarte al corazón. Porque, casualidades de la vida, aquel Noctis no es un dios, sino un hombre ya maduro que, lejos de no entender las palabras de su padre, tiene la valentía de, desde una pantalla en negro, dirigirse al respetable, ahora lloroso más que expectante desde la incomodidad de su silla y mando, y no decir adiós, sino “Gracias”. Justo antes de que aquel “A los jugadores de siempre y a quienes hoy descubrís Final Fantasy” vuelva a aparecer.
No quiere que recuerdes las batallas, los bosses o la historia; quiere que recuerdes los momentos, el viaje, las amistades que has forjado y, cómo no, a tus amigos. Y la prueba es aquella foto. Siempre digo que lo que hace grande a una obra son sus momentos. Nunca me cansaré de hacerlo. Y este es uno de esos momentos que puedo atribuir a mi vida personal, uno de esos que se queda grabado con facilidad en la memoria y más fácilmente en el pecho. Lo pensé la primera vez que lo completé y lo hago ahora, después de volver a disfrutarlo y tras nuevas reflexiones. Recuerdo que la primera vez que jugué elegí aquella foto en la que sales junto a todos tus compañeros antes de partir de Caem. Y, casualidades de la vida, hoy he vuelto a elegir la misma.
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